Hace cerca de seis meses.
En nuestra acostumbrada caminata de fines de semana,
por la zona de la Sierra de la Bicuerca.
Un lugar precioso en medio de montañas, muy cerca a donde vivimos.
Estaba por el camino un conejito con aproximadamente dos semanas de nacido,
a simple vista muerto.
Nos arrodillamos con mi Vicent a darle sepultura.
Amamos a los animales, y comprendemos que ellos son justamente el equilibrio de este planeta.
Le dije gracias mi amor por tu labor, y cuando le tocamos, como si supiera que era su oportunidad.
Chilló todo lo fuerte que le permitió su frágil cuerpecito.
Bicuerca entero se enteró de su existencia.
En ese momento supimos que nos lo llevaríamos a casa.
Y haríamos todo para salvarle la vida.
Agradecí su presencia, y decretaba vivir juntos por un buen tiempo.
Le decía que le amaba y que simbolizaba el amor de un Universo siempre a mi favor.
A los tres días empezó a saltar y querer correr aunque con mucha dificultad.
Su madre lo había sacado de la camada por que no tenía bien una “patita”.
Gracias a la selección natural de esa madre,
yo viví por los siguientes tres meses la maternidad que no me había dado la gana estrenar.
Se convirtió en mi maestro.
Veía como evolucionaba en el día a día.
Como disfrutaba de la vida por el mero hecho de estar vivo.
Nunca supo de dificultad, tenía claro que había nacido para ser conejo, y feliz.
Aprendí a no cuestionar su personalidad.
En la noche yo era una más de los suyos.
Dormía en mis pies, y yo apenas pretendiéndolo hacer,
si él me lo permitía, por supuesto.
En el día me huía, su memoria le recordaba que yo simbolizaba su verdugo.
Pasados tres meses. Quise darle algo de calorcito, habíamos pasado unos meses de invierno muy fríos.
Le saqué a pasear.
Y en mis brazos murió de calor.
También aprendí que el amor mal entendido puede matar.
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